domingo, 13 de diciembre de 2009

El 'crack' del 2008

El Comercio
12 de octubre de 2008
Por Tomás Eloy Martínez. Escritor

Mientras George W. Bush hablaba sobre terrorismo en su último discurso como presidente de los Estados Unidos ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, los estadounidenses se preguntaban hasta dónde llegaría la crisis que el Estado intenta conjurar, a pesar del primer revés que la castigó el lunes 29 en la Cámara de Representantes. El Gobierno Estadounidense tomó US$700.000 millones del bolsillo de los contribuyentes; es decir, US$100.000 millones más que la deuda generada por la guerra en Iraq. Pero parece que fue en vano.

Desde hace un año y medio, cuando el sistema financiero comenzó a intoxicarse con el colapso de las hipotecas, a los estadounidenses comunes se les hizo cada día más difícil pagar el seguro de salud, financiar los estudios universitarios de los hijos, comprar la misma cantidad de alimentos con la misma suma de pocos meses atrás y llenar el tanque de gasolina en un país donde la mayor parte de la población está obligada a manejar. Algunos ni siquiera pueden vender la casa para poner fin a la pesadilla de la hipoteca.

Las propiedades valen hoy casi 20% menos de lo que se pagó por ellas hace dos años, en plena burbuja inmobiliaria, y la deuda es superior al valor de la vivienda. El tema está en boca de todos porque la crisis, más allá de la complejidad de su ingeniería financiera o sus números inasibles --el salvavidas representa solo una parte de los US$8 billones sueltos en créditos hipotecarios-- refuerza la impresión de que la economía estadounidense sigue un rumbo de catástrofe debido a lo que el premio Nobel Joseph Stiglitz llamó "ocho años de mala gestión económica".

Los primeros golpes alcanzaron a las clases bajas. Ahora, la clase media sucumbe a la inflación en el supermercado, cuando recibe las abrumadoras cuentas de electricidad y gas en un país que consume más del 25% del petróleo mundial y que envió su precio a los cielos. Lo siente cuando ve que los ahorros para la jubilación disminuyen mes a mes, arrebatados por la bancarrota.

En el suburbio de New Jersey donde vivo, los carteles de 'ejecución judicial' se alternan con los que adornan los jardines en apoyo a Obama-Biden o McCain-Palin. Un colega de la universidad donde enseño envió un correo electrónico a sus amigos para recomendar dos páginas de Internet que ayudan a ahorrar combustible. Una de esas páginas, www.gasbuddy.com, busca el surtidor más económico de la zona; la otra, www.fueleconomy.com, traza el camino más corto de un punto a otro para gastar menos.

"Pagar más de US$100 en la gasolinera es asunto de todos los días para la gente con camionetas familiares", dice un vendedor de Home Depot de White Plains, estado de New York. "Eso da miedo. Si el galón de nafta llega a US$10 (y la semana pasada estaba en US$4,32, aunque ahora bajó a US$3,99), vamos a caer en el infierno de la depresión".

Casi 80 años después, la palabra 'depresión' todavía eriza la memoria de las familias que sucumbieron a la crisis bursátil de 1929, cuyos efectos letales sobreviven en las novelas de Steinbeck y en las películas de la serie negra.

Las semillas del desastre pueden rastrearse en la torpeza de las administraciones de Hoover y Coolidge y en la convicción de los conservadores en que los mercados podían regularse a sí mismos.

Fue necesaria la audacia de un estadista brillante como el presidente Franklin D. Roosevelt para imponer planes que generaron trabajo, protegieron la salud, la educación y los ahorros de los sectores más bajos. Dos de las casas que se construyeron frente a la mía datan de esa época. Son modestas, tienen un pequeño jardín y se terminaron de pagar en 1956, sin traumas.

Fue antes de esa época cuando, en 1933, una ley conocida como la Glass-Steagall impidió que los bancos comunes jugaran en la bolsa y luego no tuvieran cómo devolver los ahorros a los ciudadanos. Las paradojas, sin embargo, entorpecen hasta las mejores intenciones.

Así se crearon los bancos de inversión que están ahora en el centro de la tormenta. Son los que compraron los fondos hipotecarios dudosos, los partieron y los reagruparon en nuevas inversiones que volvieron a colocar, permitiendo que se pagaran salarios como el de Richard Fuld, director ejecutivo de la quebrada Lehman Brothers: US$45 millones el año pasado.

No es a los especuladores de Wall Street sino a los estadounidenses endeudados que quieren mantener sus casas y no pueden a los que --según cree el candidato demócrata Barack Obama-- debería ir el apoyo que se está pidiendo al Estado. Obama, senador como su adversario John McCain, prefiere reflexionar un poco antes de aprobar el salvavidas de dinero y pide calma luego del voto negativo de los representantes: "Las cosas nunca se dan suavemente en el Congreso".

El candidato McCain defiende el proyecto de Ley de Estabilización Económica de Emergencia 2008.

"Vamos a hacernos cargo de esos préstamos malos", ha dicho. "No niego que sea enredado, no niego que sea costoso. Pero tenemos que detener la sangría".

Luego de trabajar en las negociaciones sin pausa, el lunes 29 creía que sus correligionarios votarían con esa convicción. Fueron ellos, sin embargo, el primer obstáculo: dos tercios de los representantes republicanos se opusieron, mientras que más de la mitad de los demócratas apoyó la intervención que demanda Washington.

"Sería el rescate mayor de la historia estadounidense", dice un médico de Albany, capital del estado de Nueva York. "Permitiría que las instituciones financieras afectadas puedan seguir dando créditos y no se ahoguen. Si eso sucede, la tempestad se llevará muchos empleos. Pero no estoy de acuerdo porque esos US$700.000 millones saldrán del bolsillo de los contribuyentes, y endeudarán a nuestros hijos y nietos. Compraríamos valores que nadie sabe si alguna vez podremos recuperar. Hemos llegado a un déficit enorme, cuando Bush asumió con superávit. Podemos estar ante la puerta de un futuro peor".

Aún no se sabe cómo se escribirá la historia, pero todo parece indicar que en el otoño boreal de 2008 está naciendo un 'crack' tan letal como el de 1929. El Consenso de Washington, que pregonó el neoliberalismo en todos los continentes y dejó una estela de pobreza en América Latina, acaba de fracasar en su país natal y ahora requiere un salvavidas del Estado, que era una institución tabú.

Los caminos que elijan Obama o McCain serán sin duda diferentes, pero la responsabilidad que asumen es la misma: definir el destino de un mundo donde la crisis ha golpeado a la primera potencia sin que aún se pueda vislumbrar en el horizonte un camino nuevo.

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