miércoles, 18 de noviembre de 2009

Desarrollo Económico e Instituciones Democráticas

El otro análisis del “Petrogate”


Por: Augusto Townsend K.
Semana Económica
18 de noviembre de 2009



El tristemente célebre caso de los “petroaudios” no será el primero ni el último escándalo de corrupción que destape la forma turbia como algunas veces se hace negocios en el Perú. Pero quizá sí sea el que se ha expuesto con mayor lujo de detalles (algo a lo que Semanaeconomica.com espera haber contribuido con las cinco entregas sobre el caso publicadas a lo largo de la última semana), el que más ha empañado la imagen del actual gobierno y el que más discusión ha motivado en el pasado cercano tanto en la prensa tradicional como en la blogósfera.

Los procesos judiciales en curso, las investigaciones congresales y el escrutinio de los medios permitirán desentrañar –ojalá más temprano que tarde- las responsabilidades penales o funcionales de los distintos individuos que estuvieron involucrados en esta enmarañada historia, cuyo esclarecimiento no debería ceder ante cualquier intento de dilación o de ocultamiento.

Pero la evidente connotación política de este escándalo no debería conducir a que se postergue o se deje de lado una dimensión del análisis que resulta de monumental importancia para una publicación como SE: el derrotero que concatena los distintos hechos cuestionables en este caso es el proceso de ingreso de un inversionista extranjero al país y la forma como éste interactúa con el gobierno peruano para que éste lo autorice a realizar actividad empresarial localmente.

¿Ha sido éste un caso aislado o un ejemplo sintomático de la forma cómo las empresas -foráneas o nacionales- invierten en el país? Ésta no es una pregunta menor, si se tiene en cuenta que la atracción de la inversión privada ha sido el principal motor del crecimiento económico peruano, y uno de los mayores logros que se le ha atribuido al actual gobierno.

No deja de ser curioso que el destape de los “petroaudios” haya ocurrido casi en paralelo con la debacle del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers, el hito que activó todo el poder destructivo de la última crisis económica global. A ésta se le achaca el frenazo de la economía peruana, pero desvió la atención de algo lo que también debió evaluarse en ese momento: cuál fue el impacto del escándalo de los “petroaudios” sobre el clima de negocios en el Perú.

¿Qué señal se envía a los inversionistas en general con un destape de este tipo? ¿Qué conclusiones se pueden sacar del hecho de que, transcurrido más de un año del escándalo, con caída del gabinete incluida y relevo de otros funcionarios de menor rango, no se haya producido cambio estructural alguno que materialice las lecciones aprendidas en ese caso?

Si el Perú verdaderamente ansía darle sustento a ese entusiasta apelativo de “milagro económico de Sudamérica”, no sólo tendrá que sancionar duramente las corruptelas de poca o mucha monta, sino también cambiar esencialmente la cultura de negocios local para que se destierre por completo la impresión de que aquí gana dinero el ventajista antes que el esforzado.

Sirva el presente análisis, por tanto, para que se discuta –a partir de lo ocurrido en este caso en concreto- lo perfectible y lo erradicable de la forma como en el Perú empresa y gobierno se relacionan –idealmente- para generar empleo y desarrollo económico.

Conozca a su lobbista

A pesar de que el cabildeo o “lobby” es una actividad normada en el Perú y que exige la inscripción en un registro para dotarla de saludable visibilidad y transparencia, despierta un cúmulo de suspicacias por cuanto opera –en la mayoría de casos- al margen de esa legalidad. Desafortunadamente, éste es un fenómeno al que contribuyen las propias empresas –nacionales o extranjeras- que escogen a sus lobbistas no por sus conocimientos de la legislación peruana o de la forma cómo opera el Estado, sino por sus conexiones políticas y sus promesas de “aceitar” a la burocracia para que “coopere” con sus intenciones.

La relación empresa-lobbista debería ser idealmente una de agencia en la cual los intereses de ambos lados de la ecuación estén alineados en pos de un objetivo loable: permitir que se haga un negocio de manera lícita. Sin embargo, la realidad peruana es pródiga sobre todo en dos tipos de desviaciones de ese escenario ideal: la primera, cuando el alineamiento existe pero tiene una finalidad negativa (hay un contubernio entre empresa y lobbista para lograr una ventaja indebida); y, la segunda, cuando el lobbista local persigue sus propios intereses a costa de los de la empresa (desviándola del conducto formal haciéndola creer que sus gestiones ocultas justifican el pago que exige por ellas).

Si la empresa busca directamente el favor indebido ofreciendo una coima a través del lobbista, la conducta de ambos es despreciable y el gobierno tendría que sancionarlos. Pero, de hecho, también existe la posibilidad de que el lobbista sea quien disponga la coima paga ganarse el “honorario de éxito” que ha pactado con la empresa, sin informarle a ella sobre qué hará en tal sentido.

Para evitar este último supuesto, lo que deben procurar los inversionistas es conocer bien a quiénes contratan como lobbistas, exigirles estar debidamente escritos y monitorear sigilosamente su proceder. Siempre habrá el empresario que creerá que podrá actuar indebidamente y salirse con la suya. De ahí que sea vital para el gobierno sancionar duramente estos casos, y así mandar una señal inequívoca de que el Perú promueve la iniciativa privada, pero no a expensas del Estado de Derecho y de la igualdad ante la ley.

Para eso está el conducto regular

El gobierno no debería cejar en su esfuerzo de captar la mayor cantidad posible de inversiones, para que éstas generen empleo y desarrollo económico en el país. Pero lo que debe entenderse es que la promoción de la inversión es una responsabilidad que le compete a los órganos técnicos del Estado, como ProInversión, los viceministerios y direcciones generales de los ministerios, o agencias como Perupetro.

A los políticos les corresponde acompañar este proceso asumiendo posturas públicas que respalden la estabilidad jurídica y macroeconómica, el respeto a la propiedad privada, la no interferencia en la actividad judicial, etcétera. Nada de ello exige que interactúen directamente con los inversionistas.

Como ha evidenciado el caso de los “petroaudios”, en el Perú es absolutamente normal que los políticos (presidentes, ministros, congresistas) se reúnan con las empresas, incluso fuera de sus despachos y sin dejar constancia alguna en sus agendas oficiales. También intercambian correos electrónicos y se hacen recomendaciones mutuas, que en los casos extremos –como en el “Petrogate”- terminan por dar pie a beneficios otorgados al margen de la ley (por ejemplo, cambios en las bases de una licitación pública para favorecer a una empresa en particular).

A veces ocurre lo contrario, y a estas reuniones entre políticos y empresarios se les da, más bien, figuración mediática para evidenciar que el gobierno está apoyando a la inversión. Por más loable que resulte esto último (si efectivamente es el caso y no hay, más bien, un interés velado del político por obtener apoyo financiero o de otro tipo para una posterior campaña electoral), lo que no debe soslayarse es el impacto que genera sobre las otras dependencias del Estado. ¿Se animaría un funcionario de rango medio a rechazar –aunque haya suficientes razones para hacerlo- una solicitud de autorización o concesión efectuada por una empresa que acaba de reunirse con el presidente en Palacio de Gobierno?

La empresa estatal: juez y parte

Siempre que en un mercado competitivo coexista una empresa estatal con otras privadas, habrá el riesgo de que la primera busque incidir en la política pública para compensar la lentitud de su burocracia con medidas para revertir la situación a su favor. Y en los mercados donde son comunes las asociaciones empresariales, como en el petrolero, la empresa estatal será el objetivo predilecto para una unión. Podrá no tener capital como para invertir fuertemente (como ocurrió en este caso con Petroperú), pero la empresa asociada sabrá que el Estado tenderá a ser menos estricto al supervisar su cumplimiento del marco legal.

El mercado petrolero es uno donde a nivel mundial se está viendo una tendencia cada vez más fuerte hacia el nacionalismo energético y el fortalecimiento de las compañías estatales. Algunos países como Brasil y Colombia han logrado desarrollar modelos intermedios (como los de Petrobras y Ecopetrol) en los cuales comparte el accionariado con inversionistas privados y somete la gestión al escrutinio de las bolsas de valores.

La “modernización y fortalecimiento” de Petroperú, fue entendida localmente como un oportunidad para apartarla de los controles del SNIP y de Fonafe. Se dijo innumerables veces que ese proceso llevaría al listado de la estatal en la Bolsa de Valores de Lima, pero ello nunca ocurrió. Mientras tanto, como ha demostrado el “Petrogate”, Petroperú sigue siendo una empresa que sigue operando con enorme discrecionalidad y en función a los designios de su presidente de turno.

La empresa que da concesiones

El marco regulatorio del mercado petrolero peruano tiene a una empresa como la encargada de otorgar los contratos de licencia, que es otra forma de llamar a las concesiones para explorar y explotar hidrocarburos en el país. A juzgar por lo ocurrido en los últimos años, el modelo ha funcionado en la práctica y ha logrado captar inversiones relativamente importantes para un país con alto riesgo geológico.

Perupetro interactúa con los inversionistas del modo que en otros sectores lo hacen los ministerios. Tiene a su favor, por tanto, el que teóricamente se trata de una dependencia del Estado menos expuesta a la interferencia política. Pero ello no es del todo así, si se tiene en cuenta que sus directores son escogidos discrecionalmente por los ministros, que son funcionarios políticos del gobierno. Además, da la casualidad que el presidente de la institución también ejerce el cargo de director en la petrolera estatal Petroperu, con el evidente conflicto de interés que esto supone desde el momento en el que el renovado interés exploratorio de esta última la convirtió en postor en sus procesos de licitación.

Si se quiere mantener el modelo consistente en que sea una empresa estatal la que otorgue los contratos de licencia en el mercado petrolero, al menos debería optarse por un esquema más estricto de elección de altos funcionarios como ocurre, por ejemplo, con el directorio del Banco Central de Reserva. El directorio de Perupetro tendría que estar blindado de cualquier interés que no sea el de captar inversiones que se desarrollen de manera lícita y conveniente para el país y, además, debería ser elegido de manera que no coincida con el mandato del gobierno de turno.

Asimismo, si bien la modalidad de licitaciones internacionales asegura un menor riesgo de corrupción frente a la de adjudicación directa de lotes, el caso de los “petroaudios” demuestra que tal riesgo no es inexistente. Hay que tener en cuenta que si se quiere favorecer a una empresa, esto no sólo puede hacerse en la adjudicación misma de los lotes, sino también en el establecimiento de las bases de la licitación.

Éstas son, pues, algunas conclusiones que SE ha podido extraer del caso de los “petroaudios”. Sería interesante que tanto el gobierno como las empresas, independientemente del rubro al que pertenezcan, reconozcan que el camino al desarrollo económico del Perú pasa también por un fortalecimiento institucional que, al impedir o al menos obstaculizar este tipo de cabildeos indebidos, transparente y por tanto fortalezca el clima de negocios peruano, y con ello la competitividad relativa del país.

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